El soldado

Trató de ponerse en pie pero las piernas no le respondían. Temiendo lo peor bajo la vista hacia ellas y comprobó que aún seguían donde debían estar. Tal vez el golpe al salir despedido por la explosión le había paralizado, quizá el daño estaba ahí pero no era visible. Se las palpó, comprobó aliviado que aún tenía sensibilidad en ellas. Se incorporó levemente y buscó al resto de su compañía. No había nadie a su alrededor, sólo estaba él y los caídos en el campo de batalla. Seguro que le habrían dado también por muerto y habían continuado su avance.
A unos cincuenta metros a la derecha de donde se encontraba vio el cráter generado por el proyectil. Con esfuerzo se arrastró por el suelo embarrado en su dirección. Una de las primeras cosas que había aprendido en el ejército era que un mortero nunca dispara dos veces en el mismo sitio, y por tanto, el lugar más seguro era hacia donde se dirigía. Cuando llegó al borde del agujero se dejó caer en él. El interior estaba lleno de agua. Sintió como el frió le penetraba hasta los huesos. Sabía que no podía permanecer mucho tiempo allí; de noche, en pleno invierno y con las ropas empapadas terminaría por morir congelado. Decidió esperar un poco más a ver si recuperaba la movilidad y se pondría a buscar al resto de sus compañeros. El agotamiento acabó por vencerle poco tiempo después y volvió a perder el conocimiento.

Cuando se recuperó, intentó ponerse de nuevo en pie y comprobó que ésta vez podía hacerlo sin problemas. Salió del hoyo y buscó su brújula para orientarse, finalmente la encontró en uno de los bolsillos de su pantalón. La abrió y comprobó que estaba rota. Posiblemente había caído sobre ella durante la explosión. Se encontraba perdido, sin saber muy bien que dirección tomar. El cielo estaba cubierto de nubes que le impedían ver las estrellas para poder orientarse, podría tomar la dirección equivocada y acabar topándose de frente con el enemigo. Respiró hondo unas cuantas veces para calmarse, cerró los ojos y trató de pensar lo que hacer. Entonces se percató del silencio que le rodeaba. No se oía nada en absoluto, ni una explosión, ni un disparo. Tampoco se oían los habituales gritos de dolor o a los oficiales tratando de imponer el orden en sus subordinados, inmersos en el caos de la contienda. Volvió a mirar en torno suyo y comprobó que tampoco había ningún cuerpo en el suelo. Nada de muertos o miembros cercenados por las explosiones. Parecía estar en otro lugar, como si la guerra no hubiese existido allí jamás. Como si toda aquella locura vivida no fuera nada más que un mal sueño del que se despertaría a la mañana siguiente y los últimos meses separado de su mujer y su hija, pensando día y noche en ellas, llorando su ausencia en la soledad de las trincheras, no hubieran pasado nunca. El sufrimiento, el dolor, la angustia y la muerte que había visto en esa guerra sin sentido no habrían ocurrido jamás, no serían más que el producto de un subconsciente temeroso de perder todo aquello que amaba. Nada más que un mal sueño…

A la mañana siguiente mientras hacía la ronda de recuento de bajas, el cabo J. encontró el cuerpo de un soldado en el orificio provocado por la detonación de un proyectil. Desde ese día, el cabo J. no olvidaría jamás aquella escena. Con toda probabilidad el soldado se habría arrastrado hasta allí, herido por la explosión, en busca de cobijo hasta que el fuego enemigo pasara. Habría caído inconsciente y moriría durante la noche por el frío o las heridas de la metralla. Pero, como después contaría a todo el mundo, lo que nunca podría entender era la incomprensible sonrisa de felicidad que mostraba el rostro de aquel compañero muerto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno,gracias