La Ceremonia

     La afilada hoja de metal se abrió paso en la carne con suavidad. Las manos del hombre se movían con la seguridad y precisión que los años de práctica le habían conferido. Dejó a un lado el bisturí y cogió la sierra para huesos. El sonido que produjo el metal contra las costillas le arrancó una sonrisa; adoraba su trabajo.
    La puerta del sótano se abrió y entraron dos hombres vestidos con túnicas negras y las cabezas cubiertas con capuchas que proyectaban sombras ocultando sus rostros.
     -El maestro quiere saber si está todo listo -dijo el más alto de los dos.
    -Casi -contestó mientras dejaba la sierra junto al resto del instrumental. -Me faltan un par más y habré acabado.
     Tiró con fuerza de las costillas y éstas se separaron del esternón con un crujido.
    -Debes darte prisa, la ceremonia está a punto de empezar y no debemos hacer esperar a nuestro invitado.
    -Pues en lugar de quedaros ahí mirando, ayudadme -dijo mientras extraía el corazón de la caja torácica. -Acércame esa bandeja -añadió mientras señalaba con la cabeza una fuente de metal con cuatro corazones en ella.
     -Está bien. Tú, novato, acércale la bandeja.
    El acólito se aproximó a la mesa a regañadientes mientras murmuraba y tomó con cuidado la pieza metálica que contenía los órganos. Se aproximó al hombre que colocó la víscera recién extraída junto al resto.
   -Si nuestro invitado no se los acaba todos -dijo mientras se giraba y volvía a dejar el recipiente sobre la mesa, -¿Puedo comer un corazón?. Siempre tuve curiosidad por probar uno humano.
    Durante unos segundos nadie dijo nada. No le hizo falta darse la vuelta para saber que la mirada de los dos hombres se había clavado en él.
    -Lo siento -dijo con timidez mientras agachaba la cabeza. -¿Necesitas algo más?.
    -Acércame otro cuerpo de la cámara frigorífica. Ah, y una cosa más.
    -¿Si?
    -Cierra la boca o el siguiente corazón que sirva será el tuyo.
   -Sí, señor... -dijo para sí mientras se dirigía a la puerta de la cámara. -Algún día... ¡Oh, sí!... Algún día...
    Arriba, en el salón, una decena de personas ataviadas con negros hábitos ultimaba los detalles de la ceremonia ante la atenta mirada del maestro. En el centro de la habitación había pintados dos grandes círculos concéntricos con tiza blanca. Entre ellos, uno de los miembros de la congregación dibujaba unos extraños símbolos a lo largo de su perímetro. Una vez hubo finalizado, el maestro se acercó, contempló la obra con detenimiento y satisfecho con el trabajo dio la orden para empezar. A medida que iban acabando sus quehaceres, cada una de las personas tomaba posición alrededor de los círculos y empezaba a recitar en voz baja una extraña letanía.
   Las puertas del salón se abrieron y por ellas entraron los tres hombres que venían del sótano portando la bandeja con los corazones. La depositaron sobre un pequeño altar al fondo de la sala y tomaron posiciones con sus compañeros uniéndose al cántico. El maestro abrió entonces un enorme libro, y empezó a leer en voz alta en un idioma que a oídos de cualquiera sonaría incomprensible, una lengua que recordaba algo remoto, ancestral. Pero sobre todo, retorcido y perverso.
    Mientras las palabras resonaban por la sala, un pequeño agujero se abría en el suelo, justo en el centro de los círculos. Con cada palabra que el maestro pronunciaba crecía, y su interior era tan oscuro que el más profundo de los negros palidecería en comparación. De él emanaba una niebla negra que poco a poco iba cubriendo el suelo, confinada dentro de los límites impuestos por las circunferencias de tiza. Y entonces, justo cuando la lectura finalizó, una figura emergió de las tinieblas. La forma recordaba de una manera vaga a un humano al que le sobraran unos cuantos pares de extremidades. Su piel era lisa y oscura, como el caparazón de una cucaracha, y estaba recubierta por un fluido viscoso, una especie de baba transparente y brillante. De la cabeza informe brotaban de modo anárquico una decena de protuberancias de varios centímetros de longitud a modo de cornamenta, carecía de ojos y una abertura en la parte inferior dejaba ver varias filas de dientes de gran tamaño.
     El maestro sonrió al ver al ser que tenía frente a sí, cerró el libro y se apartó la capucha de la cabeza.
     -¡KRYNOPT!, señor de las profundidades, primigenio del caos. Los aquí presentes te exhortamos a...
   -¡SILENCIO! -la voz de la execrable criatura resonó por toda la habitación. -Así es, hazlo y cumpliré tu deseo -dijo mientras giraba su cabeza en dirección a uno de los integrantes del círculo.
   -¿Qué...? -balbuceó el maestro mientras dirigía su mirada hacia donde supuso que aquel ser apuntaba y vio como uno de sus discípulos borraba con la punta del pie parte del dibujo del suelo. -NOOO... -El grito se transformó en una especie de borboteo cuando una de las zarpas del ser le destrozó la garganta.
    El desconcierto hizo presa en el grupo, algunos intentaron huir, otros se quedaron petrificados en el sitio, incapaces de reaccionar ante lo que estaba sucediendo. La niebla, que hasta el momento estaba encerrada dentro de los círculos, se extendió por todas partes y de ella surgieron garras y tentáculos plagados de afiladas púas que agarraron, desgarraron y atravesaron cuanto encontraban en su camino.     La sangre salpicaba las paredes, los miembros mutilados volaban y los gritos se multiplicaban en una vorágine de horror y destrucción. Cuando todo hubo pasado, la niebla se disipó y solo quedaron el ente surgido de ella y uno de los discípulos. Krynopt se acercó al pedestal donde estaba su ofrenda de corazones, tomó uno de ellos y se lo arrojó al hombre que le contemplaba.
     -¿Es ésto lo que deseabas, mortal? -preguntó.
    -Así es -contestó con una sonrisa demente dibujada en su rostro. -Siempre quise probar uno humano.


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