Mil y una

Mil y una veces morderás el polvo antes de ceder a los designios del destino. Esa era la frase que su madre le regaló cuando aún era un niño. Con el paso de los años se había dado cuenta de cuanta razón tienen las madres. No estaba seguro de haber llegado a cumplir aquella profecía, pero a los 18 años estaba ya cerca de las doscientas y ahora contaba 38 primaveras. Desde entonces las cosas no habían cambiado demasiado, así que por fuerza, debía de estar cerca de cumplir aquel vaticinio con el que le obsequiaba su madre de cuando en cuando. Así era él, jamás cedía ante el destino. Ni aún cuando ya en su lecho de muerte, ella le repitió por última vez aquella frase.
Se arrodilló ante la tumba que tenía frente a sí y pensó en lo sabia que había sido su madre, ahora allí enterrada a sus pies. Cogió un puñado de tierra confiando en que esta vez fuese la mil una y llevándoselo a la boca comenzó a masticar.

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